domingo, 24 de julio de 2016

Antropomorfo Básico (Personas que surgieron del teclado. 15)

Antropomorfo Básico era un adelantado a su tiempo, así que, para compensar, estudió lenguas antiguas. Ni aun así consiguió que alguien le entendiera.
Buscando comprensión, escribió un libro sobre el gin tónic, que era de lo que único que sabía. Se disfrazó de barman y esperó vender libros mientras regalaba cócteles. El olor del licor atrajo a Eulogia, abuela desmemoriada que, entre un gin tónic y el siguiente, le relataba sus recuerdos y sus imaginaciones, sin saber con certeza qué era verídico y qué inventado por su ingenio, con la única intención de que no le faltara el milagroso brebaje que le retornaba a unos tiempos que creyó perdidos y sólo estaban olvidados. Eulogia no le compró ningún libro, pero entre ambos acabaron con toda la ginebra.
Entonces Antropomorfo Básico escribió sobre la magia, pues era un arte, una habilidad, o una ciencia que también y tan bien desconocía. Se disfrazó de mimo, se apostó en mitad de una calle poco transitada y a todo el que pasaba lo asaltaba: "o me compras el libro, o te suelto un hechizo". Pocos se resistían ante aquel acoso y, algunos, asustados, le entregaban hasta la cartera. Así conoció a Adán, un artista de la pantomima, ignorado por Eva. Adán tampoco le compró ningún libro, pero, al menos, se incomprendieron mutuamente.

Si conoces alguna cosita más acerca de Antropomorfo Básico, él estará contento de que se lo digamos, porque a veces sus recuerdos le fallan y de lo único que se acuerda es de esta breve biografía.

jueves, 21 de julio de 2016

La partida de ajedrez (2)

La partida de ajedrez (2)

Supongamos que yo juego con las blancas, por lo que me corresponde efectuar el primer movimiento de esta partida que juego contra el tiempo, contra el destino, contra los dioses, contra los demonios. 
Sabes que vas a perder.
Al transcurrir la partida, se van diluyendo las escasas esperanzas que tenías depositadas en realizar un buen papel, aunque algunos ejecutan un par de buenos movimientos y creen que pueden salir victoriosos. Se engañan. Si lo piensas bien, te convencerás de que ni siquiera puedes aspirar a unas dignas tablas.
Lo que sí conviene, parece ser, es que la partida se prolongue, cuanto más, mejor. Que agotes en cada movimiento todo el tiempo de que dispones. Que no te precipites porque creas que puedes hacer una buena jugada: medítalas todas en extremo.
Pues una vez que mueves ficha, ya no puedes rectificar y tus adversarios (el tiempo, los dioses, los demonios, el destino, que quizás todo sean la misma cosa) habrán desarrollado su estratégica, esa que sólo te conduce hacia un lugar.
Ni siquiera es posible hacer trampas. Inútil es intentarlo.
La partida ha durado ochenta y siete años. Y acabo de oír el fatídico "mate".
Ya sabía que no podía vencer, pero ahora me lo han confirmado. Tampoco existe la posibilidad de repetir la partida ni está prevista la revancha.
Una vez concluida, te levantas del lugar que ocupas y cruzas esa puerta que hay al fondo y que se cierra tras de ti. No sabes adónde conduce. La has estado observando durante el desarrollo de tu juego y, aunque has visto pasar de este lado a aquél a muchos, ninguno la ha atravesado en sentido contrario.
Al levantarme, pude observar que había un nuevo jugador disponiendo nuevamente los peones, las torres, los caballos, los alfiles, la reina, el rey.
Seguramente él también sabe que no puede ganar, pero intentará que la partida se prolongue durante el mayor tiempo posible.

jueves, 14 de julio de 2016

La partida de ajedrez (1)

La partida de ajedrez (1).

En tiempos de Alhaken II (segundo Califa de Córdoba) vivió el mejor jugador de ajedrez de todos los tiempos: Ahmed Abdul. Según las crónicas de la época, jamás perdió ninguna de las partidas que celebró. Ni siquiera (salvo en una ocasión) cedió unas tablas. 
Ahmed debía su reputación a diversos motivos. El primero era no haber conocido nunca la derrota. Según la leyenda, había nacido sabiendo jugar al ajedrez. Hasta el punto que algunos jugadores hindúes, a los que en tantas ocasiones se enfrentó y derrotó, habían llegado a afirmar de él que era la reencarnación de cierta divinidad.
Otra causa de su fama era su ceguera. Su invidencia absoluta. Sin embargo, sin indicación de ningún tipo, sabía cuál era el movimiento que su rival hacía en cada jugada, así como dónde estaban situadas todas las piezas en todo momento y la que procedía mover.
Sus jugadas las realizaba inmediatamente después de su rival. Casi sin lapsus de tiempo, sin el mínimo ápice de duda. Se podría decir que sin meditarlas. Pero todas eran consideradas las más correctas, adecuadas e idóneas. Quienes le veían jugar quedaban maravillados y sorprendidos. No se le conoció jamás un error. Siempre colocó todas las piezas perfectamente centradas en el correspondiente escaque del damero, a pesar de su ceguera.
Pero había algunos datos más que destacaban en su juego. El primero de ellos era que jamás sacrificaba una pieza, ni siquiera para cobrar ventaja. Dicen que jugaba con los ojos vendados para que no le vieran derramar lágrimas cuando perdía alguna de sus fichas en el desarrollo de la partida. También se afirmaba de él, que cada vez que una pieza del rival era capturada, la rendía honores mediante una solemne reverencia.
Además, únicamente jugaba con las negras.
Para Ahmed Abdul, el ajedrez era una batalla sin tregua y prefería no ser él quien la iniciara. Por eso, permitía al rival que jugara con las blancas.
Sin embargo, en cierta ocasión cedió unas tablas. Fue una partida que engrandeció aún más su fama. Aquel día vino a desafiarle un ajedrecista persa del que también se decía que no había conocido jamás la derrota.
Ahmed Abdul aceptó gustoso el reto. Amaba tan profundamente el ajedrez que los buenos jugadores siempre eran bien recibidos. Pero su rival le impuso una condición, que él admitió tras largas horas de conversación y meditación. Ahmed jugaría con las blancas.
No sabía a qué se debía aquel deseo de su rival. Posiblemente fuera porque su fama de jugador invencible venía acompañada de su deseo obsesivo de jugar siempre con las negras. También pudiera deberse a que su rival, de la misma manera que él, prefiriera las negras, pues con ellas desarrollaba mejor su juego.
Lo cierto es que si el persa pensó que Ahmed sería más débil jugando con las blancas, se equivocó. En el movimiento cinco, Abdul llevaba ya una ventaja en la disposición de sus fichas. En el diez, el persa había capturado a dos peones blancos, mientras que Ahmed, además, había arrebatado un caballo a su contrincante. Para el quince estaba la partida tan decidida que lo único que quedaba por saber era por cuánto tiempo más se prolongaría.
Pero en el diecinueve ocurrió algo inesperado: cuando el persa iba a tirar el rey en señal de rendición, Ahmed solicitó tablas.
Ninguno de los presentes pudo comprender que estando tan decantada la partida a favor del jugador ciego, éste decidiera no derrotar a un rival venido desde tan lejos para retarle.
El jugador persa, cuyo nombre no transcribo por no haberlo recogido la historia, aceptó humildemente las tablas, pero sabiéndose perdedor de la batalla disputada. Sus acompañantes tomaron debida nota de que la partida no había tenido vencedor. Es decir, que su representante no había sido derrotado por el invencible Ahmed.
Cuando el persa se dispuso a partir de regreso a su país, fue a despedirse de su rival y le dijo:
-Te estaré eternamente agradecido. Si me hubieras derrotado, yo habría muerto y mi hija hubiera sido vendida como esclava.
-Lo sé -contestó Ahmed-. Me lo ha revelado el rey de negras.
El persa no dudó de las palabras de Ahmed. Sabía que decía la verdad.

domingo, 3 de julio de 2016

Cuarenta años

Cuarenta años
Cuarenta años son muchos años para cualquier hombre. Casi media vida. O más.
            Cuarenta años después César se volvía a mirar al espejo y a buscar una imagen que no logró encontrar, pues no podía identificar la que se mostraba con la que él recordaba.
            Apenas se reconocía. Le costaba creer que aquél que se reflejaba en la lámina de cristal era él. Se parecía al padre que vio por última vez hacía veinte años, separado por los barrotes de las rejas. De hecho, se extrañó del enorme parecido que guardaban. Quizás él, algo más delgado y con menos pelo.
            Cuarenta años después vio nuevamente la luz del cielo. Ya era libre. Pero los días habían transcurrido y con ello su juventud y puede que su vida, pues cuando la juventud nos abandona ya nada nos detiene en este viaje.
            No mereció la pena vivir preso, pero nunca tuvo valor para suicidarse.

            Ahora era libre para morir.