miércoles, 31 de agosto de 2016

Veinte años no es nada.

Veinte años no es nada.


No logra concentrarse en su trabajo: no puede dejar de preguntarse por qué hace más de tres meses que no coinciden en el metro, por qué tanto tiempo sin encontrarse.
Recuerda la primera vez que lo hicieron, fue hace veinte años. 
Se veían habitualmente en el suburbano, un día o dos a la semana, y donde se ignoraron hasta aquella mañana en que un frenazo hizo que sus cuerpos se encontraran. Se miraron a los ojos una décima de segundo, no dijeron nada, pero comprendieron que querían amarse en ese momento. 
Guardando las distancias y las apariencias se dirigieron a los aseos de la estación, poco frecuentados a esas horas tan tempranas. No dijeron nada antes de amarse ni se dijeron nada mientras se amaban de manera incómoda. Incluso esquivaron sus miradas, quizás para no reprocharse que engañaban a otra persona. 
Al concluir, sin mirarse, sin despedirse, sin pronunciar palabra alguna, continuaron su camino, retocándose la ropa y el pelo mientras escapaban. 
Aquel primer día, en su huida, miraban hacia atrás esporádicamente, con el mutuo temor de que la persona con la que se habían amado de manera urgente siguiera sus pasos. Tenían sus familias, sus trabajos, y temían que aquello pudiera alterar sus vidas. Nadie siguió a nadie. 
Tardarían una semana en reencontrarse. Sus miradas se enlazaron apenas otra décima de segundo, tiempo suficiente para saber lo que vendría a continuación, una vez el suburbano se detuviera en la estación de destino. 
Se encaminaron a los aseos, guardando las distancias y las apariencias. Se amaron de manera apresurada, no se dijeron nada, no se miraron a los ojos, no se despidieron al concluir. Cada cual, mientras huía, retocaba su indumentaria y su pelo, y se encaminaba hacia su lugar de trabajo. Esta vez, en su huida, no miraron atrás, confiaron plenamente en la otra persona.
Durante veinte años se ha prolongado esa relación nunca pactada ni prefijada, dejada al azar y al destino, a veces interrumpida por unas vacaciones veraniegas o navideñas que nunca se comunicaron pero que siempre sobreentendieron, a veces frustrada al encontrar a alguien en el aseo, entonces continuaban su camino, postergando el encuentro para una mejor ocasión. O aquella vez que unas interminables obras en la estación obligó a suspender transitoriamente la relación.
Veinte años después, tras amarse más de mil veces de manera clandestina, delictiva, en los aseos del metro, sin haberse hablado nunca, ambas personas lo ignoran todo acerca de su pareja. Desconocen cuál es su profesión, qué miembros componen sus respectivas familias. No saben cuáles son sus gustos, ni su edad, ni a qué dedican el resto de su tiempo, cuando no están amándose.
No puede concentrarse en su trabajo. Hace más de tres meses que no coinciden y se pregunta por qué ya no se encuentra con esa persona a la que ha amado tantas veces y de la que no sabe nada. Porque tampoco sabe su nombre. Incluso duda del color de sus ojos. Y lamenta, en este momento, no haber besado jamás su boca.
Pero, sobre todo, desconoce su tono de voz, porque nunca cruzaron una palabra.

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